jueves, 27 de septiembre de 2012
LA RESPUESTA AL USO Y COSTUMBRE
Todo ser vivo es “una adecuada respuesta” al medio –que es cambiante–; por lo tanto, un ser vivo, para que sea equilibrado, ha de realizar una respuesta que, superándose inevitablemente en información, evoluciona –cambia– conforme a como lo hace el medio. Ésa sólo es la base del equilibrio, no que dé una respuesta fija, inconsecuente, involutiva u obsesiva.
En cualquier animal, sí, es muy difícil ese desequilibrio en lo que se refiere a su condición psicológica, debido a que no se deja influir por un miedo o por un placer que no existe –a no ser que se lo transfiera el ser humano–; eso es, se deja determinar directamente por sus instintos, los cuales son ceñidos o moldeados sólo por su medio natural. Ya un cierto desequilibrio podría tener en lo que se refiere a su condición funcional u orgánica; o sea, que sea anormal, que sea deforme.
Pero algo ocurre totalmente distinto en el contexto de un ser humano, y es que su condición psicológica se encuentra constantemente influida por los roles de una sociedad –por sugestiones culturales, por ideas preconcebidas, por sublimaciones conceptuales, por rumores, etc.– que alertan y sobreactúan en su capacidad psicológica natural y, por cierto, le inducen, le encadenan o le obligan –casi sin poderlo evitar– a... la obsesión, a la repetición de una misma o fijada respuesta –en las muy diferentes circunstancias–. Y, aún más, hasta plenamente sociedades pueden caer –in extremis– en tal obsesión como en el nazismo.
A ver, profundizando, todos quieren ser aceptados en una sociedad en función de una condescendencia hacia lo que está establecido como única voz predominante y simpática –aunque esté totalmente desequilibrada–, algo que dicta quiénes van a triunfar o a ser positivos (por ejemplo: en las sociedades machistas que nos han predecido un alardear un gran dominio sobre la mujer daba, a cualquiera, un canje seguro para el bienestar, para el éxito; y ése, así, tenía prioridad en lo mediático, en una o en otra institución cultural o política).
Pero ¿la sociedad en general ha progresado o ha mejorado por ello?; ¡no!, rotundamente. Siempre ha existido el disonante y ofensivo tono que provocaba –con unos grandes esfuerzos– una paulatina conciencia ya más demostrada o racional que hacía cambiar las cosas, porque –así– se cambiaba la respuesta.
Una época hubo en que todos decían la misma –la cual, enfermamente, creaba miedos y monstruos más allá de los mares–; ésa de “La Tierra es plana”. Claro, era plana y, todo el que dijera lo contrario, era el desequilibrado.
También hubo otra durante siglos que predeterminaba –voluntaria u obsesivamente– para siempre la esclavitud: “Sí, amo”.
Una u otra eran de uso y costumbre para “estar bien”, para recibir halagos o facilidades materiales o de trato, para salir... en los medios. Una u otra suponía, asimismo, no llegar a ninguna parte que no fuera a lo mismo (el desequilibrio o lo injusto por decreto).
Aunque, afortunadamente, siempre ha existido la voz disonante –ninguneada y tirada lejos, echada al final de la cola– que ya estaba harta de: “Sí, amo”, “A sus pies, amo”, “Sí, amo”, "Sí, sinrazón", “Sí, gran amo”.
Todo ser vivo es “una adecuada respuesta” al medio –que es cambiante–; por lo tanto, un ser vivo, para que sea equilibrado, ha de realizar una respuesta que, superándose inevitablemente en información, evoluciona –cambia– conforme a como lo hace el medio. Ésa sólo es la base del equilibrio, no que dé una respuesta fija, inconsecuente, involutiva u obsesiva.
En cualquier animal, sí, es muy difícil ese desequilibrio en lo que se refiere a su condición psicológica, debido a que no se deja influir por un miedo o por un placer que no existe –a no ser que se lo transfiera el ser humano–; eso es, se deja determinar directamente por sus instintos, los cuales son ceñidos o moldeados sólo por su medio natural. Ya un cierto desequilibrio podría tener en lo que se refiere a su condición funcional u orgánica; o sea, que sea anormal, que sea deforme.
Pero algo ocurre totalmente distinto en el contexto de un ser humano, y es que su condición psicológica se encuentra constantemente influida por los roles de una sociedad –por sugestiones culturales, por ideas preconcebidas, por sublimaciones conceptuales, por rumores, etc.– que alertan y sobreactúan en su capacidad psicológica natural y, por cierto, le inducen, le encadenan o le obligan –casi sin poderlo evitar– a... la obsesión, a la repetición de una misma o fijada respuesta –en las muy diferentes circunstancias–. Y, aún más, hasta plenamente sociedades pueden caer –in extremis– en tal obsesión como en el nazismo.
A ver, profundizando, todos quieren ser aceptados en una sociedad en función de una condescendencia hacia lo que está establecido como única voz predominante y simpática –aunque esté totalmente desequilibrada–, algo que dicta quiénes van a triunfar o a ser positivos (por ejemplo: en las sociedades machistas que nos han predecido un alardear un gran dominio sobre la mujer daba, a cualquiera, un canje seguro para el bienestar, para el éxito; y ése, así, tenía prioridad en lo mediático, en una o en otra institución cultural o política).
Pero ¿la sociedad en general ha progresado o ha mejorado por ello?; ¡no!, rotundamente. Siempre ha existido el disonante y ofensivo tono que provocaba –con unos grandes esfuerzos– una paulatina conciencia ya más demostrada o racional que hacía cambiar las cosas, porque –así– se cambiaba la respuesta.
Una época hubo en que todos decían la misma –la cual, enfermamente, creaba miedos y monstruos más allá de los mares–; ésa de “La Tierra es plana”. Claro, era plana y, todo el que dijera lo contrario, era el desequilibrado.
También hubo otra durante siglos que predeterminaba –voluntaria u obsesivamente– para siempre la esclavitud: “Sí, amo”.
Una u otra eran de uso y costumbre para “estar bien”, para recibir halagos o facilidades materiales o de trato, para salir... en los medios. Una u otra suponía, asimismo, no llegar a ninguna parte que no fuera a lo mismo (el desequilibrio o lo injusto por decreto).
Aunque, afortunadamente, siempre ha existido la voz disonante –ninguneada y tirada lejos, echada al final de la cola– que ya estaba harta de: “Sí, amo”, “A sus pies, amo”, “Sí, amo”, "Sí, sinrazón", “Sí, gran amo”.
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